Temáticamente está en la senda de El Luchador, comparte el poder sugestionador de las imágenes de Réquiem por un sueño y habla de una búsqueda obsesiva y autodestructiva por la perfección; Cisne Negro es Aronofsky de principio a fin.
Al igual que hiciera con El Luchador, al director le interesa adentrarse en el universo de la bailarina, hasta el punto de sentir que somos nosotros los que pisamos el escenario, nos calzamos las zapatillas de puntas y ensayamos como uno más. Cisne Negro da un paso más a lo mostrado en su anterior película.
En aquella veíamos hasta donde era capaz de sacrificar un hombre, tanto de su vida personal como físicamente, por lo que más amaba; en ésta, sentimos ese sacrificio y esos miedos a no alcanzar la meta como propios. Un sufrimiento muy físico en beneficio del arte. Lesiones, cortes, magulladuras… en Cisne Negro, además, se establece una extraña (y visual) fusión entre el cuerpo y la mente de Nina.
A Nina, con una técnica y un control envidiables que la identifican con el cisne blanco de la obra que representará su compañía de ballet, le falta el punto pasional para interpretar al cisne negro y convertirse en una bailarina perfecta. La búsqueda de esa perfección es lo que lleva a la joven a un redescubrimiento de quien es (con la consiguiente autodestrucción de quien creía ser) hasta llevarla (y a nosotros con ella) a una catarsis literal y metafóricamente.
La búsqueda obsesiva de la perfección ha sido una constante en el cine de Aronofsky desde el principio: Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida… Un camino siempre ligado a la soledad y la locura de los personajes afectados. Sin olvidar tampoco el juego de las alucinaciones e imágenes que se confunden con la realidad, marca del autor.
En Nina se recogen esas constantes de su cine y nos enseña las consecuencias de dicha búsqueda por dentro y por fuera, el camino a la locura que conlleva alcanzar lo inalcanzable (la perfección) y los cambios que esto provoca en su aspecto físico y la relación con el mundo que la rodea.
Las presiones ejercidas por su sobreprotectora madre, su compañera y rival Lily, y por el exigente coreógrafo de la compañía, terminan por conformar el ambiente que desemboca en el estallido de la bailarina.
Pero lo interesante de Cisne Negro no es solo el retrato psicológico de su protagonista, sino la forma de adentrarse en un mundo tan cerrado en sí mismo como es el ballet. En este punto es preciso volver a El Luchador, puesto que ambos filmes traspasan la barrera que hay entre el público y el artista; las cuerdas del ring y el telón del escenario se hacen trizas y la magia que se percibe desde las butacas desaparece en favor de la transmisión del esfuerzo y la emoción del duro trabajo. A pesar de lo cual la belleza no se pierde, sino que al tomar consciencia del espectáculo esta se ve engrandecida.
Es impresionante el trabajo de Natalie Portman, que se mimetiza con una verdadera bailarina y es capaz de realizar las coreografías con unos movimientos muy fluidos y estéticos. La precisión de las actuaciones junto a la planificación de los desplazamientos y tiros de cámara (que parecen igualmente coreografiados) hacen que uno sienta ganas de levantarse y aplaudir.
Sobre la actriz israelí poco se puede decir, faltan halagos y adjetivos para definir su interpretación. Sólo queda rendirse ante su trabajo y agradecer que haya sido ella la que protagonizara este cuento de Aronofsky.
Cisne Negro es un thriller, un relato de misterio con tintes de terror, un drama sobre el ballet… es Aronofsky, para bien y para mal. Pero es sobre todo un relato emocional y visceral acerca del recorrido de Nina por alcanzar la perfección; camino a costa del cual pone en duda todo su ser.
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