Hay películas, como bien dijo mi poco apreciado José Luis Garci, que no están hechas para su proyección en cines. Bien es cierto que él se refería a que su Holmes & Watson: Madrid Days se merecía estar en un museo (quizás en un lugar más mundano diría yo), pero esto también se aplica a muchos filmes que, nos pongamos como nos pongamos, no tienen la suficiente presencia como para conquistar la taquilla, pero que funcionan estupendamente en determinados festivales o en su distribución online. Hay películas, seamos honestos, que aburren en cines, pero son geniales para contemplar en el salón de casa acompañado por los colegas. Recientemente vi Turbo Kid (François Simard, Anouk Whissell y Yoann-Karl Whissell, 2015) y los que la conozcan me darán la razón (de hecho la cinta ha salido directamente en DVD en nuestro país), también entrarían en esta categoría rarezas como Hobo With A Shotgun (Jason Eisener, 2011) o las incombustibles bizarradas de Sharknado (Anthony C. Ferrante, 2013).
A esta categoría de «cine colega» pertenece El Infierno Verde (The Green Inferno, 2013). Hará cosa de un mes se estrenó en Madrid con motivo de la 13 Muestra Syfy de Cine Fantástico y la reacción del público fue maravillosa: carcajadas y aplausos se sucedían por doquier y hubo diálogos que nos perdimos los asistentes de la algarabía que se había instalado en el Palacio de la Prensa. Sin embargo, conforme uno salía de la sala de proyecciones y se limitaba a escuchar al resto de los asistentes la historia cambiaba de cabo a rabo: que si era lo peor que habían visto hasta el momento en la Muestra, que si menuda mierda… ¿Qué ocurría? Simplemente que El Infierno Verde es uno de esos placeres culpables a los que uno, cabalmente, se siente incapaz de defender, pero que, en la oscuridad de la sala y arropado por la complicidad de un centenar de personas en la misma situación, celebra con alegría.
The Green Inferno se disfruta mejor si sabemos a lo que vamos. A un espectáculo de casquería simpático y sin pretensiones que bebe, en parte, del humor de las tan denostadas entregas de Scary Movie y que aprovecha para meterse con todos los colectivos susceptibles de mosquearse (judíos, feministas, ecologistas, veganos…), amén de con el resto de películas del género gore. De hecho, como decía antes, se goza plenamente si la ponemos un fin de semana en el salón de nuestra casa (con los niños bien lejos) y en compañía de amigos de estómago sereno (no olvidemos que aquí hay desmembramientos cada diez minutos de cinta) dispuestos a pasar un buen rato de risas a costa de un filme que no se toma en serio a sí mismo en ningún momento.
Eli Roth, a quien quizás recordéis con un bate en la mano en Malditos Bastardos (Quentin Tarantino, 2009), rebaja el tono que empleó en las dos entregas de Hostel y presenta una cinta con la que pretende llegar a un público más amplio que con sus anteriores proyectos pero que, sin embargo, sigue resultando muy limitada en cuanto a su target. Para prepararla se rodea de un casting de actores y actrices desconocidos que vienen de múltiples películas del género (la única que nos suena un poco más es Sky Ferreira y ésta sólo por su faceta como cantante pop) a los que va haciendo caer de uno en uno de las formas más dantescas y/o cómicas en un nuevo tipo de survival horror en el que no hay un caserón maldito ni una cueva tenebrosa, sino una tribu a lo Holocausto Caníbal dispuesta a cenar entresijos de norteamericano a toda costa.
Todo esto viene aderezado con un maquillaje más que aceptable y una fotografía medianamente cuidada. En conjunto se trata de una película bien realizada, pero que muere en cuanto que alguien trata de tomársela en serio. Me siento incapaz de recomendaros ir a verla al cine, pero es una película imprescindible para echarse unas risas sanas con los colegas mientras nos salpican la sangre y las vísceras. Ya sabéis, de esa clase de risas sanas.
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