Desde nuestra posición, alzando la vista al cielo –siempre que la contaminación lumínica lo permita–, podemos observar en torno a las 2000 estrellas. Una porción inmensa a nuestros ojos, pero extremadamente pequeña en comparación a la inimaginable totalidad del universo. Solo nuestra galaxia, Vía Láctea, está compuesta por entre 200.000 y 400.000 millones de estrellas.
En su «grandiosidad», Christopher Nolan se ha propuesto despertar nuestra mirada exploradora y aventurera, yendo más allá de lo que nuestra visión y nuestros más potentes telescopios permiten, atravesando incluso agujeros de gusano y enfrentándose a los desconocidos peligros que encierran los agujeros negros, todo pasado por el filtro científico de Kip Thorne, reputado físico teórico al que Hollywood ya echó el guante (indirectamente, a través de su colaboración con Carl Sagan) en Contact (Robert Zemeckis, 1997), un título que inevitablemente sirve de precedente y referencia a Interstellar.
El director británico levanta la vista lo más lejos que le permite la imaginación, cruzando los confines del universo, con un objetivo, mirar a nuestro interior, observar lo que tenemos más cerca, y muchas veces más inaccesible o escondido, los sentimientos. Interstellar no es una odisea interplanetaria o una aventura espacial –que también–, sino una historia sobre las relaciones paterno-filiales y el amor. De ahí, más que por sus pinceladas científicas en la teorización sobre los agujeros de gusano, es donde este film entronca con Contact.
A diferencia de aquella, sin embargo, Nolan apuesta por ofrecer el entretenimiento más grande posible (rodando incluso gran parte del film en IMAX), haciendo gala de el estilo preciosista y pretencioso que viene desarrollando en sus últimos títulos y que tantas balas ha dado a sus detractores para dispararle en sus críticas. Con Interstellar el cineasta ha encontrado el equilibrio perfecto entre su disección sobre el terrorismo que atenaza a las grandes sociedades occidentales y el miedo que provocan, enmascarada como una trilogía superheroica, y la falsa originalidad del descarado blockbuster vendido como cine de autor que era Origen (2010). O lo que es lo mismo, ha hallado el punto en el que sus inquietudes artísticas e intelectuales consiguen ir de la mano con las exigencias del mercado.
Sin tanta connotación metafísica el ejercicio que nos propone Interstellar puede compararse al de la incomprendida La fuente de la vida de Darren Aronofsky, aquella cinta en la que Hugh Jackman luchaba contra el tiempo y las fuerzas de la naturaleza (en este caso un cáncer) para preservar el amor de Rachel Weisz. Y es que a un título de estas características –nos referimos al de Nolan– le surgen los referentes y las influencias por todas partes (algunas de las cuales cuentan sus correspondientes guiños): 2001, una odisea en el espacio, Encuentros en la tercera fase, Solaris… Algo que, al contrario de lo que pudiera parecer, habla mucho y bien de Chris Nolan y su hermano Jonathan (guionista del film). Han sabido coger de aquí y allá para concebir un producto que aún resultándonos tremendamente familiar, tiene un poder de convicción y de generar asombro como hacía tiempo que no veíamos en una sala de cine.
Tan criticable es su intencionalidad complaciente con su público (y sus productores, obviamente), como elogiable es su titánico esfuerzo por acercar los conceptos de la relatividad sin ser tedioso. Christopher Nolan ya lo ha dado todo. Ha hecho su apuesta más grande y ha salido victorioso. Alcanzado el futuro, la pregunta que queda en el aire y que posiblemente tenga que hacerse el cineasta es ¿y ahora qué?
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