Cuánto puede dar de sí el género vampírico es algo todavía por descubrir. Las referencias a lo largo de la Historia del cine son múltiples, pero desde hace ya unos cuantos años las producciones con estos seres sobrenaturales copan las carteleras, resueltas a ser cualquier tipo de producción, menos un clásico.
Como lo fue en su momento El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967), la propuesta de la neozelandesa Lo que hacemos en las sombras se esfuerza por resultar innovadora, refrescante y divertida. Acercándose a los consabidos lugares comunes de toda la imaginería vampírica traza una historia con un maravilloso arranque y momentos de comicidad sin igual, pero también se pierde en su travesía por los derroteros del falso documental.
Ya no es este un género que sorprenda como lo hizo en su día con The Office (BBC, 2001-2003). Por tanto, resulta más una clave para facilitar situaciones de humor que puedan dar juego que una excusa argumental válida para presentar otro tipo de película. En su premisa, el largometraje resulta llamativo más allá de sus cabezas pensantes (un tirón significativo para los más cinéfilos y desconocidos para la mayor parte del público): durante varios días un equipo de cine sigue a cuatro compañeros de piso en sus andanzas por una ciudad de Nueva Zelanda con el interés añadido de que son vampiros.
El cúmulo de situaciones que abarca la cinta hace que en su mayoría todas resulten hilarantes, dando la vuelta a los manidos clichés con los que trabajan la mayoría de producciones coetáneas. Además, los protagonistas están dibujados a la perfección, cada uno dentro de un arquetipo clásico pero con aristas simultáneas que velan por la originalidad de la propuesta. Encontrar el nexo de unión entre las crónicas de los no muertos y las personalidades de los cuatro protagonistas es el gran acierto del film. Así como el juego de roles que tiene lugar cuando los humanos entran en juego (la escena de la hipnosis a los policías es una de las más divertidas; o el encuentro con los hombres lobo, desternillante).
Sin embargo, la cinta tiene un pero. No mayúsculo, pero sí importante. Quien haya visto las anteriores referencias de los directores Taika Waititi y, sobre todo, Jermaine Clement se quedará con la sensación de que no se han cumplido las expectativas. Porque el segundo es la mitad de Flight Of The Conchords, ese estrambótico dúo cómico tan reconocido en su país de origen como adorado por los seriéfilos que se quedaron con ganas de más tras dos escuetas temporadas de la serie para HBO. La carrera de Clement que ha seguido al show muestra un proceso de conversión en la gran figura del cine independiente mientras que su carrera como humorista parece verse frenada sin Bret McKenzie, la otra mitad.
Pese a que Lo que hacemos en las sombras tiene el sello particular de Clement, con unos personajes fuera de la norma, el patetismo hecho banalidad y una personalísima visión del universo que está recreando, se queda corto en las escenas con más carga cómica, consiguiendo arrancar carcajadas gracias a sus compañeros y algún momento particular, pero no de la forma en que un seguidor de la serie podría haber esperado.
Lo que hacemos en las sombras ha salido triunfadora en festivales como los de Toronto o Sitges y se ha ganado a pulso entre el público mundial el apelativo de comedia de culto de la temporada. Y puede que lo sea, también por la escasez de grandes comedias en la oferta cinematográfica, pero a Jermaine Clement y compañía hay que exigirle más. Es su culpa, él ha elegido el listón y no ha llegado a su cima.
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