La introducción de Still the water es una mezcla de escenas repletas de significado de lo que va a continuación: Las olas del mar rompiendo, una res desangrándose, un ritual folclórico autóctono y nocturno… Este es el bellísimo escenario, casi tan protagonista como la pareja de adolescentes. Él, Kaito (Nijirô Murakami) vive en la isla con su madre desde hace poco y ella, Kyoko (Jun Yoshinaga) es la hija de la “chamana” de la isla, que está gravemente enferma. Juntos dan los primeros pasos en una nueva etapa, aprenden a (con)vivir en la Naturaleza, dueña y señora de todo.
Naomi Kawase firma una obra puramente espiritual, disfrutable en todos los sentidos. Insiste en captar el paisaje: planos de la vegetación, en la playa o en la profundidad del mar. De hecho, este último parece como si una película de Hayao Miyazaki cobrara vida en carne y hueso. La cineasta dilata el metraje buscando emociones con sus planos. Un tempo lento, sin prisas, acercándose al detalle y mimando cada escena con exceso. Añade sentimentalismo y quizá se exceda. El título ya lo avisaba: el ritmo, al igual que el oleaje, está en calma. El argumento ofrece una excursión sosegada como si del mejor reportaje sobre el costumbrismo nipón se tratase (Kawase da muestras de su trabajo como documentalista). Así, teje esta mayúscula oda a la Naturaleza, que es la única que no fluye; ella es el principio y el fin de todo, por eso la recoge desde todos los flancos posibles. Siempre con calma, sin precipitaciones en la dirección de fotografía, espléndida recolectando los frutos de la misma. A ello lo acompañará los sonidos de fondo naturales: el viento, el agua de fondo entre las discusiones de los personajes.
Porque lo demás está de paso. Y bien que aborda el tema hablando de la muerte o de los cambios. El mensaje emana principios de la antigua filosofía oriental. ¿Cómo nos enfrentamos a la muerte? ¿Y a los cambios? ¿Nadamos en buena dirección? Da igual las respuestas a tales dilemas, pero que estén en armonía con la naturaleza…
Cine de sensaciones, eso es lo que da Naomi Kawase. Rebosante de metáforas de principio a fin, la directora camina por este sendero costumbrista observando, apreciando el cosmos que tiene a su alrededor. Y ahí pone a caminar a los chicos y los hace crecer y descubrir. Con unos planos finales tan alegóricos (los de los últimos quince minutos), se redondea una cinta como un ciclo, como la Naturaleza. La vida, al igual que ella, es puro misterio. Adentrémonos.
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