Are you talking to me?…
Transcurridos más de treinta años después de esas palabras escritas por Paul Shrader y hechas realidad en boca de Robert de Niro, muchos sufrieron una transformación inexorable. De repente sus creencias se vinieron abajo, y sus sueños se convirtieron en otros. Aquel momento significó un antes y un después en la vida de muchos aspirantes a actor… Robert de Niro se había convertido en el nuevo ídolo a imitar.
A mediados de los noventa, un tal Javier Bardem, sobre el escenario de los Premios de San Sebastián, se rendía a los pies de Travis Bickle, Jake La Motta, Vito Corleone, Jimy Conway y Sam Rostheim al mismo tiempo, para dejar constancia de que ellos eran la razón de su amor al cine y profesión.
Todos esos nombres llevaban un mismo rostro, el de De Niro, que había recibido el reconocimiento a una carrera, esos premios que parecen decir: usted ya ha dado lo mejor de sí. En el otro lado, o mejor dicho, de rodillas, se encontraba Bardem, que era agraciado en la Muestra con el de mejor actor por sus papeles en dos películas diferentes.
Se encontraban frente a frente la estrella consagrada y la futura, uno de esas situaciones que hacen percatarse al afectado más mayor del paso del tiempo. Eran dos caminos marcados por el talento, como se ha acabado demostrando, pero aquella escena tenía un trasfondo de mayor calado que a muchos hizo pensar demasiado.
Un hombre que cuando algo no salía como él quería se sonría apoyado en la barra de un bar mientras pensaba como matar a todos los que según su criterio habían metido la pata.
Una persona capaz de cruzar el Atlántico únicamente para vengarse de quien mató a su padre y hermano.
Un hombre tan hastiado de todo lo que le rodea como para forrarse con varias pistolas e intentar restituir la situación de una niña que jamás debió estar allí.
Era especialista en interpretar a ese tipo de personajes, llenos de ira y malentendido sentido de la justicia.
Y fue en ese instante provocado por Bardem, cuando me percaté de que Robert De Niro, mi Robert De Niro, era un ser humano, un hombre como yo.
También le había visto sufrir bajo el marco de la puerta cuando a su pequeño hijo, el mediano, el más débil de los tres, intentaban curarle una pulmonía con un vaso ardiendo.
Llorar mientras se percataba de que era un niño encerrado en el cuerpo de un hombre que había vivido muchos años sin darse cuenta de nada.
O apuntar con su rifle a una presa a la que no podía, ni quería matar.
Sí, era un hombre con múltiples contradicciones, pero era un hombre lleno de fuerza en todas sus acciones.
Me encontraba en ese momento de la juventud donde no somos capaces de ver más allá, y fue en ese instante de ruptura en San Sebastián delante del televisor, cuando me di cuenta de que también amaba a Fredo, a Nick, Linda, Joey, Henry…
Y acto seguido, comprendí porque recordaba los nombres de Coppola, Scorsese, Cimino, Shrader, Puzo, Schoonmaker, Willis… Y porque me fascinaba ver películas en blanco y negro, cuando aquello era considerado algo raro por la mayoría de mis amigos.
Ese descubrimiento no me hizo sentir peor, no fue el quebranto de una ilusión, solamente fue la constatación de que ese actor al que admiraba y admiro, ejercía un arte como ninguno, que no se trataba de un héroe, sino de un genio con mayúsculas de un arte sublime.
La magia del Cine me había absorbido sin tan siquiera yo haberme dado cuenta de cómo y cuándo, y no llegué a ser consciente por completo hasta aquel día.
En cierta forma, Robert de Niro fue quien me dio la llave para abrir la puerta de este mágico mundo, y cuando un actor consigue eso, se convierte en alguien a imitar, en ese modelo que todos quieren ser, el espejo donde mirarse… En un ídolo.
Un ídolo cinematográfico que sabe agradecer a De Palma la oportunidad dada, a Scorsese su consagración, a Coppola la sabiduría de rectificar, y a la vida el acierto que le marcó un camino.
Robert de Niro no es un actor más, nunca fue un actor más, y ahora, cuando la pasión parece haberse acabado y la chispa de sus interpretaciones apenas luce, es cuando debemos reconfortarnos con su buen hacer y oficio, y echar la vista atrás de quien no hace tanto, fue el último gran ídolo.
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