En la vida el amor está bien para quien lo vive, para quien lo disfruta y percibe ese momento como un aquí y ahora. Maravillosas sensaciones palpitantes. Pero seamos serios: para quien sólo es testigo de ello resulta ridículo, sonrojante y sí, brutalmente ñoño.
En las pelis ocurre lo mismo. Cuando nuestros protas se enamoran en la pantalla, pasan a ser algo así como ese amigo de la infancia que tiene su primera novia y de buenas a primeras te abandona. Lo que quiero decir es: si John McClane en Jungla de Cristal (recordemos que en todas las pelis de la saga está divorciado) tuviera una novia, entonces John McClane no sería John McClane. El Gran Lebowsky no sería el Gran Lebowski. Harry el sucio y buena parte de los papeles del gran Eastwood serían un ejemplo de vergüenza ajena materializada en celuloide. ¿Uma Thurman en Kill Bill con novio? Ni el propio personaje de Bill se lo creyó y por eso hizo del día de la boda de Uma una completa carnicería. En Algo pasa con Mary no nos cayó tan bien Ben Stiller por casualidad.
Se llama Teoría Disney del amor y lo cierto es que no le sienta muy bien al héroe.
Los personajes solitarios, amargados y solteros empedernidos son más atractivos que el hombre medio, casado, con familia y con un trabajo prometedor por delante. Cuando están amarrados a alguien no dejamos de percibirlos como una extensión de la otra persona. Pero cuando están solos, ahí amigos, empieza la diversión. A pesar de su amargura, a pesar de su tristeza, estos personajes son verdaderamente atractivos y carismáticos. Lo pasamos bien con ellos. En el cine, la soledad es la que permite una gran dimensión dramática. Los capítulos de la serie House así lo atestiguan. E aquí una lista de películas y un pequeño análisis de ellas que pretende demostrar que el amor no siempre es sinónimo de grandeza personal.
La herencia Disney
Disney es seguramente lo que primero uno ve cuando se inicia en el apasionante mundo del cine y es un buen punto de partida para nuestro análisis. Aladdin sirve como ejemplo perfecto. Iniciamos este film con las andanzas del personaje que da título, un raterillo saltimbanqui que va siempre acompañado de Abu, una rémora en forma de mono. Juntos viven un sinfín de aventuras y peligros en la gran ciudad de Agrabah. Durante una de sus golferías conoce a Jasmine, hija del sultán, y se enamora de ella. Su amor es imposible, él es un ladrón andrajoso y ella es una aséptica princesa. Ésta imposibilidad hace que empaticemos más con el personaje de Aladdin. Como público deseamos que consiga estar con Jasmine, que sean felices y que coman perdices (o lo que diablos coman en Agrabah). Pero como muchas veces en la vida, una cosa es anhelar algo y otra cosa es verlo cumplido y que te siga gustando. Aladdin encuentra la lámpara mágica y entonces aparece el carismático y cerúleo Genio trayendo consigo a otro personaje igual de querido: La Alfombra Mágica, que además de ser una buena amiga resulta ser un medio de transporte ideal. Así, Aladdin, el Genio, Abu y La Alfombra forman algo así como uno de los cuartetos más heterogéneos y queridos de la historia del cine.
Pero no todo es oro lo que reluce en esta cuadrilla de sinvergüenzas ya que pronto vuelve a entrar en juego Jasmine. Aladdin llevado por sus impulsos adolescentes le declara su amor y la seduce dándole una vuelta con su moto particular (La alfombra, vamos). Y así, sin previo aviso, se ve rota esta comunidad de impresentables. Nada vuelve a ser como antes. Aladdin le da la espalda a sus amigos y se centra en Jasmine. El abandono que sienten sus amigos es inconmensurable. La imagen de La Alfombra de pie pero encorvada alejándose de Aladdin es ya un clásico. No obstante, como todo film de Disney que se precie, en el tercer acto, el villano de la función provoca que los buenos dejen atrás sus diferencias y luchen juntos. Al final, Aladdin se casa con Jasmine y todo queda más o menos aclarado con sus amigos. Buen rollo, conversaciones al estilo La Latina en Madrid y todo eso. Pero la sensación que le queda a un servidor al terminar la película es que el personaje de Aladdin molaba mucho más antes y que acabamos de asistir a la conversión de un auténtico gilipollas.
En El Rey León, estupenda película, ocurre tanto de lo mismo. En su exilio, Simba se encuentra con Timón y Pumba, que pronto se revelan como auténticas estrellas de la función eclipsando casi el protagonismo del propio Simba. Ellos le hacen conocer el particular y ya famoso mantra de Hakuna Matata, le descubren una vida jipiesca, repleta de placeres y diversiones. Un gandulismo ilustrado sin parangón. La sombra de Jack Kerouack parece estar presente en este tramo de la película. Sin embargo la diversión no tarda en verse enturbiada con la irrupción de Nala, antigua compañera de correrías en la infancia de Simba. Pero ya no son niños y eso tiene su peligro. Las hormonas comienzan a hacer su trabajo y entre ellos surge ese algo. Ese no sé qué que no tarda en dejar con un palmo de narices a Timón y Pumba. El cruel Simba les abandona en pos de compromisos del pasado a los que había dado la espalda. Disney nos vuelve a deslumbrar con el uso de la figura femenina para simbolizar las responsabilidades, el compromiso y el saber estar. Timón y Pumba, por el contrario, representan a los borrachos del barrio.
En La Sirenita el enamoramiento recae en el personaje femenino Ariel. La pequeña sirena se enamora de un humano, un príncipe con aires a lo Timothy Hutton, y cuando se le presenta la oportunidad no duda en traicionar a su padre, a un pez payaso y paridero llamado Flounder y al grandilocuente cangrejo Sebastián. Ariel abandona por completo su mundo marino y pone en práctica en más de un sentido esa expresión popular de «¡Pies, para qué os quiero!«.
Fuera de Disney pero jugando a reírse de esas mismas películas, está Shrek. A todo el mundo le gustó Shrek. Un guión lleno de inventiva, imaginación y las dosis justas de mala leche para cautivar a los chicos malos del barrio. Sin embargo cayó en la trampa de la que pecaron las películas Disney. Intentaron camuflarlo con un final sorpresa que rompiera las expectativas del público pero lo cierto es que se convirtió en ese mismo tipo de película del que trataba de burlarse. Un ogro se enamora de la bella princesa y se ve obligado a cambiar. Al final del film, cuando el amor resulta vencedor, los espectadores no pueden evitar sentir añoranza por ese delicioso estilo de vida del protagonista que nos fue presentado de forma prodigiosa en ese prólogo al son de All Star de Smash Mouth. Shrek en su ciénaga, rodeado de insectos, bañándose en el lodo y regodeándose todo el día en sus propias flatulencias. Imposible de olvidar. Nunca hemos visto a Shrek tan feliz como en ese prólogo, ni al final de la película cuando por fin ha encontrado a su media naranja ni en las secuelas posteriores. En ese maldito prólogo, ahí estaba Shrek en todo su verdoso esplendor.
El amor en las trilogias
Acercándonos a las trilogías y saliendo del universo de los cuentos, en la tercera parte de Regreso al futuro, los aficionados recibieron uno de los mayores golpes de efecto en negativo de la historia del cine. El personaje interpretado por Christopher Lloyd, el doctor Emmett Brown, un mad doctor hecho a medida para el gran público, se enamora de una profesora en la época del salvaje oeste. Una auténtica locura que muchos aficionados aún hoy en día no se atreven a perdonar. Doc era clave en la trilogía de Regreso al Futuro, fue el incidente incitador de Marty McFly para sus viajes en el tiempo, fue su compañero de correrías y su mentor. Doc era ese sabio loco que todo el mundo quiere en su vida ya que proporciona las dosis justas de sabiduría y de cachondeo sin complejos. Pon un Doc en tu vida y todo irá sobre ruedas, parecía decir el slogan. Sin duda podría haber sido uno de los mejores personajes creados en la década de los ochenta. Pero en la tercera parte, Doc no está a la altura de las circunstancias. Se enamora, ¿y qué tenemos? Pues ya no hay Doc. Martin McFly, desesperado por la caída en picado de su mentor, se convierte algo así como en un Samsagaz que intenta reconducir constantemente a Frodo al camino de la cordura. Durante más de media película tenemos a un Doc errático, irreconocible, sin carisma alguno y del que no brotan más que majaderías de su boca. Un Doc capaz de dejar en la cuneta a Marty y de no ayudarle a regresar al futuro. Resumiendo: todo un egoísta del espacio tiempo.
En las trilogías abundan ejemplos como este. En la saga de Spiderman de Sam Raimi, se nos presenta a Peter Parker y lo primero que sabemos de este joven nerd de movimientos algo gazmoños es que bebe los vientos de una tal Mary Jane Watson. Haría cualquier cosa por ella. Pero el destino le juega la mala pasada de su vida: se convierte en Spiderman y por culpa de su irresponsabilidad, su viejo tío resulta asesinado. La vida cambia para el joven Parker y su, hasta ahora, única motivación pasa a un segundo plano. Por su bien, y sobre todo por el de Mary Jane, debe olvidarse de ella, y dedicar toda su vida a la lucha contra el crimen. Mucha gente considera Spiderman una película infantil y se ha repetido hasta la saciedad que la última versión de Marc Webb es una versión más adulta. Sin embargo, el final de la primera de Spiderman de Sam Raimi es uno de los finales más honestos y maduros que hemos visto en un blockbuster de estas características. Cuando Mary Jane le declara su amor a Peter Parker (y no a Spiderman, es decir, le declara su amor al nerd), en una demostración de madurez, la rechaza. Y así termina la película. Parker abandona al amor de su vida por un fin mayor. En ese momento sabemos que ese tipo está maldito y que posiblemente haya cometido el mayor error de su vida. La ha cagado de pleno, no hay duda. Sin embargo, nos encanta que lo haya hecho. Ha sido consecuente hasta el final (no se puede ser un superhéroe y tener una vida normal) y por ello queremos a este maravilloso personaje. Ninguna de las hazañas superheroicas de Spiderman a lo largo de sus secuelas es equiparable al de este infravalorado final.
La segunda parte de la saga de Sam Raimi asistimos en todo su esplendor a las consecuencias de esta decisión. Durante todo el metraje, Parker las pasa verdaderamente putas y pocas veces hemos visto a un superhéroe estar tan solo. En el epílogo del film, Mary Jane, que se ha enterado de que Peter Parker es en realidad Spiderman, acude a su rescate espiritual. Le vuelve a declarar todo su amor por él y esta vez Parker, cansado de sufrir y de estar solo, sucumbe a los calores de Mary Jane. Están juntos y la película acaba.
¿Qué tenemos entonces en la tercera parte? Pues tenemos un film imposible. Peter Parker se ha convertido en un ser hiperbólico, histriónico e irreconocible. Toda la humildad de la que había hecho gala en los films anteriores ha desaparecido. Todos hemos conocido a esa persona una vez en la vida, a ese amigo que acaba de echarse novia y que se ha vuelto un poco gilipollas. Pues ese es Peter Parker en Spiderman 3.
Steven Soderberg, por su parte, nos proporcionó la entretenidísima trilogía de Ocean’s Eleven llena de actores de lujo, trampas y golpes de efectos de guión. Pero esta trilogía no escapa al patrón que reseñamos hoy aquí. En la segunda parte, Ocean’s Twelve, el personaje que interpreta Brad Pitt, Rusty, el cerebro del grupo, siempre metódico, siempre con un plan, siempre con las frases adecuadas, se desdibuja por completo, convirtiéndose en casi en un lastre para los demás. No se le debería culpar mucho ya que se enamora de una estupenda Catherine Zeta-Jones.
Hasta en el personaje más insospechado
En la saga de Muñeco Diabólico, el propio protagonista Chucky, un muñeco asesino cruel, ingenioso y malhablado se echó novia en la cuarta entrega y no volvió a ser el mismo desde entonces. Su protagonismo se vio mermado así como su crueldad e ingenio. Una especie de versión adulterada del personaje creado en los ochenta, con la novia intentando modificar en todo momento su comportamiento y su forma de vida antisocial. En la quinta parte de la saga, con la novia aún presente, Chucky no es más que eso: un muñeco, un pelele y su único papel claro en la historia es el de un calzonazos de manual.
En Pearl Harbor, del siempre hiperbólico Michael Bay, se hace presente uno de los ejemplos más flagrantes y que atenta directamente contra la mujer. El papel que representa la actriz Kate Beckinsale es vergonzoso (salido casi de una fantasía misógina torrentiana), es un mero juguete sexual, que va cambiando de manos constantemente y que durante todo el metraje crea un gran desasosiego en los personajes varones. Pocas veces hemos visto un personaje femenino tan poco honesto y que, contra todo pronóstico, sale tan bien parado. Kate Beckinsale no es Kate Winslett en Titanic, por mucho que así nos lo vendieran. El personaje que interpreta Ben Affleck se enamora de la enfermera interpretada por Beckinsale y siguiendo el patrón Disney, el príncipe azul de la historia tiene que rebajarse y hacer unas cuantas gilipolleces (literales, como dejarse pinchar medicamentos extraños en el trasero, repetidas veces) para ganarse a su amada. Lo consigue pero la felicidad no dura mucho tiempo, ya que destinan al bueno de Ben a Europa a combatir contra los alemanes. Le dan por muerto y el mejor amigo de Ben, interpretado por un benigno Josh Hartnett acude al consuelo de Kate Beckinsale. Tras unos días de duelo, Kate y Josh dan rienda suelta a sus pasiones y asistimos a una serie de postales rosas que ni el mismísimo Cupido habría firmado por la vergonzosa obviedad resultante. Sin embargo Ben reaparece entre los muertos y vuelve a reclamar lo que es suyo.
Pero para Kate no hay vuelta atrás, le dice que lo siente mucho, que se alegra de que esté vivo y todo eso, pero que ahora su macho Alpha es Josh. Además, está embarazada de él. Evidente discusión de Josh y Ben pero siguiendo el ritual Disney, el mal (en esta caso Los japoneses) hace que se alíen y dejen al margen sus diferencias. Muere Josh Hartnett, esta vez sin trampa ni cartón. ¿Y cuál es el final? Pues Kate, muy pragmática ella, decide que su macho Alpha ahora sí que es Ben. El pobre Ben Affleck, que parece que nació ayer, acepta sin condiciones los nuevos términos de Kate y cargará a cuestas con el hijo de su amigo. Y ese es el histriónico final de esta descarada película.
Conclusiones
Estamos hartos de ver esos cambios de personalidad en los personajes cuando irrumpe el amor (el bueno Edward en Crepúsculo, lo sabe muy bien), lo que nos refleja la visión inmadura que hay detrás de sus autores. El amor no debe estar reñido para la grandeza de un personaje. Evidentemente hay un montón de películas que lo demuestran aunque no es la práctica habitual en el cine comercial. Hace apenas un año apareció una película muy curiosa, de esas que marcan época, cuyo hilo conductor era el amor y este era tratado de una forma muy singular. Esta película era Drive y su frío protagonista, un sociópata en potencia, se enamoraba de su vecina y durante toda la película asistimos a las demostraciones de su amor. El personaje, al contrario que los ejemplos que hemos visto, siempre mantiene su personalidad, siempre se mantiene como el público le ha conocido. Su frialdad es inquebrantable, nos guste o no, y siempre es honesto consigo mismo. En Drive no hay muchos besos, no existe una escena de cama, damas y caballeros, no hay mucha esperanza para la pareja (la chica está casada y tiene un hijo), pero lo que si de verdad hay es un amor con mayúsculas y honesto.
Un amor que, por una vez, maldita sea, sí le sienta muy bien al héroe.
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