Eilis hace las maletas para irse de su empobrecida Irlanda y partir a por una vida mejor a Nueva York. No estará sola, hay más compatriotas suyos que se han visto obligados a emigrar. Basándose en la obra homónima de Colm Toibin, John Crowley enseña en Brooklyn una Irlanda estática y frígida donde las oportunidades brillan por su ausencia. Un lugar donde hay pocas aspiraciones si eres joven. Por eso, mejor coger un barco y dejar atrás esos aires grises y los tonos verdes. En ese buque se avistan indicios de lo que le depara la tierra prometida, la siempre vanagloriada América. El guion habla del desgarro, las raíces, el descubrimiento, cuestiones que seguro Toibin detalla delicadamente y con mimo en su libro, que si no se ha leído, tal es el caso de una servidora, entran ganas de hacerlo. El escritor ha retratado a la sociedad irlandesa en su obra, además de lo que significa vivir en el extranjero y la conservación de la propia identidad personal, y la película se sustenta en los citados pilares.
Crowley evoca en cada escena las percepciones de los personajes y las circunstancias espacio-temporales en las que se hallan: conversaciones entre pueblerinas venidas a más que comparten pensión con Eilis, que despojadas de las formas católicas de su tierra hacen todo lo posible para encontrar un marido en su nueva ciudad, inseguridades ante una jefa en unos grandes almacenes, conocer a un chico y los correspondientes nervios, y la disyuntiva a la que se enfrenta al volver a casa. Porque a este lado del charco le ha aguardado unos preciosos tonos pastel en atuendo, complementos, películas por las tardes, bailes, chanza yanqui y sobre su mayor cambio: madurar. Estar lejos de casa supone afrontar también las pérdidas a lo lejos. Pero uno echa raíces, y por miedo al qué dirán se siente retraído cuando vuelve a su casa, y ve a la gente de siempre, las costumbres de siempre, y entra en una congoja interna.
La historia de la falta de las oportunidades ha sido manido, y también ha sido actual. No olvidemos (y salvemos las distancias) que la española Perdiendo el norte hablaba de lo mismo. Crowley trata la emigración con elegancia; esa es la gran baza, además de plasmar una sociedad estéril y otra en plena ebullición, forjada a partir de gente que busca su sitio lejos de donde ha nacido.
Saoirse Ronan ya supo retratar en su rostro la culpa y el remordimiento como ya hizo a muy pronta edad en Expiación. La joven progresa adecuadamente por esa senda, tanto que con veintiún años está nominada al Oscar por segunda vez. Emory Cohen es un descubrimiento y Domhnall Gleeson, parece que ya está condecorado como secundario de oro. Aquí los secundarios, que son muchos, derrochan humanidad por doquier. Otro plus que el director consigue en el filme.
Brooklyn puede que peque de académica, pero no empalaga con su puesta en escena. Cuenta con una historia potente y un personaje con el que es difícil no compadecerse de ella. Al menos el realizador no se ha rendido a las formas como Tom Hopper en La chica danesa. Aunque la presente cinta deja este amor un poco más anímico, la historia derrocha sensibilidad sin tirar a la cursilería. Porque el dilema amoroso que se promete tentador en el texto original, aquí queda aminorado sin desatender la trama. Asequible a la par que elegante y conmovedora sin excesos lacrimógenos. Brooklyn aprueba con nota.
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