El séptimo hijo: El Nota y Maude 20 años después

No hay peor saga que la que quiere y no puede. En tiempos de Narnia, Frodo, Katniss y demás, querer lanzar una serie de libros fantástica a la pantalla y hacer dinero con ella es lo más normal; pero si se pretende que funcione de alguna manera habría que tener un mínimo de rigor en las decisiones que deben hacer que los millones caigan.

Primero de todo, aunque existan pocas variaciones en cuanto a las posibles historias a contar y sus géneros, algo de originalidad y novedad nunca viene de más. El clásico mentor que enseña a su aprendiz y le lleva por el buen camino se ha visto hasta la saciedad, desde La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) hasta El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), empero con un envoltorio completamente distinto y haciendo las delicias de los espectadores ya sea gracias a un guión superlativo o unos efectos especiales demoledores. En El séptimo hijo es imposible encontrar ni lo uno, ni lo otro.

 

Jeff Bridges

 

Los efectos visuales copian todas y cada una de las bestias creadas en fantasías anteriores y se dejan por el camino la espectacularidad. Con una dirección cimentada en los ya clásicos planos y movimientos de cámara supeditados al 3D, la fotografía es plana, sin juegos de profundidad, ni contrastes de colores, no se atreve a ser tétrica ni tampoco colorista. El resultado técnico de toda la obra es realmente decepcionante y tras 20 minutos de metraje se hace necesario quitarse las gafas y dejar la vista descansar.

 

El libreto, basado en el libro El aprendiz del espectro de Joseph Delaney, hace caso omiso de las normas básicas del entretenimiento y delega toda la atención sobre Jeff Bridges, mientras que el verdadero protagonista de la trama anda por la película totalmente perdido sin entender muy bien qué pinta en el asunto; pasa de puntillas por cuestiones de súbita importancia para la coherencia narrativa sin olvidarse de caer, uno por uno, en todos los momentos favoritos de este tipo de historias, escondiéndose en unas cabriolas realmente acongojantes para justificar su propia identidad.

 

Pero más allá de todos esos errores que la hacen una película menor y merecedora de improperios, el casting es sonrojante. Para el público y para el propio intérprete. Obviando a Ben Barnes, actor sin sangre ni carisma ducho en este tipo de producciones, el protagonismo se lo rifan entre dos pesos pesados con muchas deudas que pagar.

 

septimo-hijo-julianne-moore

 

Jeff Bridges está en ese punto de su carrera en el que ha demostrado con creces lo buen actor que es; por lo tanto, se puede permitir a sí mismo y a su cuenta bancaria meterse en subproductos que le financien los caprichos mientras él se dedica a entrenarse por si algún día se rueda una secuela de El gran Lebowski (1998). Julianne Moore debió sentir envidia de su compañero en la maravillosa película de los Coen y aceptó formar parte de este esperpento con el único propósito de verse las caras de nuevo con El nota. Las escenas que comparten juntos, en especial hacia el final, tienen un tono como de homenaje escondido (entre los intérpretes) a aquella escena psicotrópica de la bolera con Moore vestida de vikinga. El reparto se completa con nombres como los de Olivia Williams, Djimon Hounsou o Kit Harington, todos ejerciendo papeles sumamente pequeños sin ningún interés.

 

Un producto prescindible que aprovecha el buen momento del género fantástico para colársela a algún incauto e intentar recuperar algo de lo invertido. Eso internacionalmente, porque en sus propias fronteras ha visto el estreno retrasado dos años.

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