Tras La gran estafa, el director Adam McKay vuelve al lado más oscuro del ser humano para contarnos la historia de Dick Cheney, un político republicano que estuvo a la sombra de varios presidentes americanos pero, especialmente, detrás de George W. Bush durante la polémica guerra de Irak.
El vicio del poder es la típica película que aparece en todas las temporadas de premios que cuenta una historia de los EEUU reciente que suele ser tan desconocida como interesante y que, normalmente, están prefabricadas para arrasar en todas las ceremonias. Estas películas suelen ser biopics convencionales y clásicos con juegos de montaje modernos para disimular. El vicio del poder no es nada de eso.
A caballo entre el documental y la sátira en Norteamérica, el guión de McKay es una rara avis donde, directamente, no hay cuarta pared y el personaje que interpreta Jesse Plemons habla directamente a cámara y cuenta toda la historia explicando las partes que pueden ser más complicadas de entender si no se conoce el sistema político estadounidense; no sabemos bien que hace este personaje aquí durante casi todo el metraje, sólo intuimos que es un ex-marine. Lo que él narra lo vemos en forma de comedia negra que recuerda a lo que hacía David O. Russell o al tono de Yo, Tonya, aunque también pretende reírse de la estructura de los biopics convencionales introduciendo frases célebres o escenas de la vida cotidiana de los protagonistas parodiando lo idílica que parece siempre la vida en América.
Estos dos recursos narrativos convierten a El vicio del poder en una película muy ágil que, pese a sus más de dos horas de metraje, resulta un interesantísimo viaje por los Estados Unidos recientes. Lo que más brilla aquí es el reparto: Christian Bale se ha vuelto a inflar a Big Macs para interpretar al protagonista y sabe encontrar muy bien el punto para no tomarse del todo en serio su personaje, pero tampoco reírse de él, Amy Adams (que interpreta a su esposa) está brillante como siempre y en cierto momento sabe hacer la película suya pese a ser una actriz de reparto y lo más maravilloso es poder ver a Sam Rockwell haciendo de Bush quien sí que no se baja de la parodia puesto que, tal y como se muestra en la cinta, no era más que un títere del protagonista.
Todo esto filmado con una fotografía en celuloide (8, 16 y 35 mm) que le dan a la película un aspecto retro que la acerca más al documental al tener un look, colores y texturas que pueden parecer imágenes de archivo y que hacen que la obra de Mckay sea, como mínimo, tremendamente original.
Pese a que, en un principio, aparentaba ser cine de la pereza que se cuela en los Oscar a última hora casi como obligación, El vicio del poder es una sólida apuesta. Una grandísima película sobre el lado más oscuro de la ambición humana a través de la historia reciente contada con mucha cara dura, pero también sin esconderse de nada puesto que en ningún momento se tiene reparo en dar ratos reales con nombres y apellidos de los escándalos de los que ya hablara Michael Moore en su afamado Fahrenheit 9/11 del que esta película bebe mucho.
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