Matar al mensajero: El lamento del correveidile

Matar al mensajero tiene todos los ingredientes para convertirse en un thriller recordado dentro de unos años: un reparto plagado de rostros conocidos con una trabajada reputación a sus espaldas, una historia trepidante, el porcentaje justo de denuncia y un protagonista en estado de gracia.

Sin embargo, hay un motivo en particular que hace que, aunque sea una película muy disfrutable y totalmente defendible, no pase de aguantar el tirón y borrarse de la memoria una semana después de su visionado: la mala combinación de sus elementos. Y, aunque tampoco es necesario buscar culpables, todas las miradas van necesariamente dirigidas a su autor, Michael Cuesta.

Mary Elizabeth Winstead en Matar al mensajero

El director americano tiene un currículum llamativo, fundamentado en episodios de algunas de las mejores series de televisión de los últimos 10 años: Dexter, True Blood, Homeland… Su pulso es firme y su forma de rodar recuerda a los detectivescos de los años 90, manejando el ritmo con mayor temple que Michael Bay y sabiendo sacar punta a una trama que, a priori, ofrece pocas oportunidades para la acción (debiéndole gran parte del crédito a su montador, Brian A. Kates).


Entonces, si es un maestro de orquestas habilidoso, ¿por qué no termina de cuajar el resultado? El terreno de nadie en el que se mueve todo el largometraje. Esforzado en hacer brillar a Jeremy Renner, todo el plantel se convierte instantáneamente en secundario, generando una definición portentosa para ese adjetivo. Andy García tiene un papel clave en la trama y su interpretación se reduce a cinco minutos escasos en pantalla. Algo que también ocurre con nombres como Tim Blake Nelson, Robert Patrick, Michael Sheen, Oliver Platt, Barry Pepper, Rosemarie DeWitt o Paz Vega. Si, ésta última está cogida con pinzas puesto que, en realidad, borda su papel de bombón latino, pero todos los demás son intérpretes de talento sobradamente demostrado y su relego a momentos puntuales fastidia y sorprende.

Elenco a un lado, todas las referencias en las que se mueve el largo dan a entender que Cuesta tiene una gran cultura cinéfila por detrás pero no demasiado claro el camino a seguir. Escudado por su brío en las escenas más adrenalínicas y la correcta consecución del misterio, deambula entre todos los tipos de thillers habidos y por haber sin encontrar su preferido: bélico, periodístico, detectivesco, jurídico. No es Zodiac (David Fincher, 2007) como tampoco es Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992) o Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1972). Lo magnífico hubiera sido encontrar un equilibrio que sirviera como modelo de nueva cuña, y tampoco parece ser ese el objetivo del director.

Jeremy Renner en Matar al mensajero

El propósito más claro de la cinta, por otro lado, cumple a la perfección: hacer de Jeremy Renner una estrella de renombre. Poco a poco, el actor californiano ha ido alzando su carrera entre buenas películas invisibles para el gran público –El sueño de Ellis (James Gray, 2013)–, exitazos sin parangón –Los Vengadores (Joss Whedon, 2012)– y largometrajes aplaudidos por la crítica y la audiencia –The Hurt Locker (Kathryn Bigelow, 2008). Y, aunque ha protagonizado antes, este Matar al mensajero parece encaminado a encumbrarle como una referencia a tener en cuenta en años venideros. Talento, carisma, porte y canallería todo en un solo actor. Sin embargo, sigue sin tener el brillo que otros intérpretes menos agraciados que él en lo que a saber interpretar se refiere si parecen ostentar. Lleva el peso absoluto con tremenda soltura sin decaer, pero no es Brad Pitt. Y, tristemente, no parece que algún lo vaya a ser.

Cerca de dos horas de entretenimiento puro y duro, de Jeremy Renner plano tras plano y de historia escondida y podrida del gobierno de Estados Unidos. Un largometraje que podría haber sido imprescindible de haber jugado mejor sus cartas y atreverse más con la necesidad de sacar este esqueleto del armario del país de la supuesta libertad.

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