Si miramos detenidamente la filmografía de Guillermo del Toro nos daremos cuenta de que, a pesar de lo que se dice, el cineasta mexicano nunca ha abandonado el goticismo, ya sea como director y guionista o incluso como productor -siempre que se ha involucrado en proyectos de género. La “novedad” o interés que despierta La cumbre escarlata radica en que ha llevado ese goticismo al primer término. El mexicano se ha empapado de la atmósfera de la literatura gótica y romántica anglosajona y la ha vertido de lleno en una propuesta en la que los fantasmas no son solo un elemento de terror, sino una alegoría de las temáticas que explora la película.
Del Toro nos ofrece una cinta que ahonda en las obsesiones y pasiones carnales, donde el terror canaliza y muestra de una forma tangible y visual las preocupaciones y anhelos que mueven a los personajes. De ahí que lo que se presenta como un horror o un misterio sugerido, se torna en una amenaza sanguinaria y virulenta cuando las pasiones se desatan y trastornan a los protagonistas.
Guillermo del Toro es un hacedor de mundos. Tiene una imaginación desbordante, envidia de muchos, capaz de crear historias ricas en mitologías propias (sirvan de ejemplo títulos como Cronos o la más reciente Pacific Rim). Y, sin embargo, salvo en contadas ocasiones, le cuesta muchísimo mantener el ritmo de las mismas, dando lugar a cintas que se vienen abajo en su segundo acto y que luego remontan en su tramo final. Esto es lo que sucede en La cumbre escarlata.
Aunque siendo la tónica habitual en su cine esto también debería entenderse como parte de su estilo como autor. Una vez expuestos los planteamientos, del Toro es un tipo al que le gusta ir perfilando con suma tranquilidad tanto sus personajes como el mundo en el que habitan, lo que puede desesperar a más de uno, pues ofrece una sensación de estancamiento, de dar vueltas sobre unos conceptos sin ofrecer nada que haga avanzar realmente la trama hasta llegar a un tercer y último acto en el que la acción se acelera, quizás para recuperar el tiempo perdido.
En La cumbre escarlata estos desequilibrios de ritmo no serían un serio problema si no vinieran acompañados por una absoluta falta de sutileza que va mutilando las sorpresas y giros argumentales, impidiendo que el espectador pueda disfrutar de la experiencia que se le plantea. Baste para evidenciar este exceso de brochazos la presentación de los personajes. Es imposible no descubrir quien regenta el rol villanesco en la función nada más ver al personaje (hay movimientos de cámara muy traicioneros), dejando como único aliciente para el espectador descubrir en qué punto la joven interpretada por Mia Wasikowska se dará cuenta de lo que sucede a su alrededor.
De esta manera nos encontramos ante una película que no está a la altura de las expectativas generadas por lo portentoso de su reparto (¿hay alguien que no se dejaría hacer lo que fuera por Tom Hiddleston o Jessica Chastain?) y su exquisita puesta en escena, motivos ambos por los que La cumbre escarlata podría escapar con el tiempo de la etiqueta de título menor en su filmografía.
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