Denzel Washington siempre ha desarrollado bien su faceta protectora en el séptimo arte. Bien en forma de letrado, de inocente, de ángel de la guarda, de padre coraje, etc. Luchando contra el mal al lado de la ley, aclaro que hay excepciones, como Training Day.
Trece años después de ese adestramiento, su director, Antoine Fuqua vuelve a contar con él para esta vez ponerle al lado de los justicieros en The Equalizer. Y en forma de héroe anónimo, pero sin antifaz ni capa. Por las mañanas trabaja con flores en una gran superficie de bricolaje y artículos para el hogar. Por las noches protege a los desamparados de las garras de la mafia a base de guantazos. Las victimas en este caso, y el detonante de esta hazaña, es la amistad de Robert (Washington) con Alina -una correcta Chloë Grace Moretz-, una joven prostituta esclavizada por las manos de mafia rusa.
El actor se siente a sus anchas en la cinta. Despliega habilidades a sus casi sesenta años como muchos quisieran, mientras que mantiene el talante frío, serio y formal. Un tipo con los hábitos de alguien maduro: su lectura nocturna, su té en la cafetería, su modesto trabajo. Poco a poco la trama revelará más cosas sobre él. Para tan oscuro personaje, Washington no ha tenido que meditar demasiado: habla muy poco, es muy serio y apenas gesticula. Otra cosa son las peleas, donde sí que habrá ensayado para que los tortazos, trampas, sangre y torturas sean creíbles.
Además de acompañarle Moretz, el elenco cumple y está correcto. Johnny Skourtis es el compañero bonachón, o rostros como los de Marton Csokas o Dan Bilzerian se les caracteriza de villanos del este. Melissa Leo o Bill Pullman se dejan ver también.
El argumento no ofrece nada nuevo. El texto se limita a seguir el factible esquema del bien y del mal. Sin embargo, Fuqua articula con maña la acción en sus películas y nunca engaña. Obsequia con lo de siempre y como mejor sabe hacer. Sitúa la cámara donde hay que ponerla, el ritmo de las escenas de acción mantiene el entretenimiento, y se disfruta en cada segundo. Cierto es que el realizador abusa de clichés: tantos tatuajes en la piel de los malos no son necesarios, Antoine, ni la campechanía del colega de trabajo de Rob (Skourtis). Aparte, no hay que olvidar los detalles de humor; superficiales, sí, pero bien insertados igual que los minutos dedicados al drama.
Como buena película de acción, merece una escena final a dedicar con atención. La lucha culminante, a la que situarla en una gran superficie de bricolaje le da mucho juego (cualquiera diría que Ikea o Leroy Merlín sólo se pueden “disfrutar” las tardes de sábado), sirve para que el director se explaye y muestra su savoir faire en estas contiendas.
Las luces tenues que usa la fotografía quedan correctas para el thriller. Siempre oscuras y amarillentas muestran la dureza de la urbe, la pomposidad de los locales rusos, con sus barrocos ornamentos incluidos – o las férreas luchas de Rob con quien toque. Muy típicos los claroscuros, pero acertado y dando algo de esencia al trillado tema. A esto la cámara aporta planos ralentizados, recogiendo cada uno de los percances en los que el misterioso héroe se topa.
The Equalizer no tendrá jamás problemas para encontrar cines que lo exhiban. Los fans acérrimos están de enhorabuena, porque Denzel, como su personaje, nunca falla en la línea comercial. Demasiado utópica, demasiado desmesurada, o demasiado artificial. Pero ante todo, un desparrame de fuerza y entusiasmo, que compite en la línea de Statham o Norris, con el halo fantasioso de Marvel.
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