Un plano centital muestra, sin tapujo alguno, una operación a corazón abierto. Un par de manos manipulan el latiente órgano y tremebunda música clásica acompasa la situación. Nos repugna y asusta lo que estamos viendo, pero algo hace que no podamos apartar la mirada; una hipnótica morbosidad nos impide rechazar la crudeza de esas imágenes y un fundido a negro interrumpe la intervención: la herida sigue abierta y el espectador ya está dentro.
Así abre el realizador griego Yorgos Lanthimos (Canino y Langosta) su último trabajo El sacrificio de un ciervo sagrado, merecedor del premio al mejor guión en el pasado Festival de Cannes. Con esta película, Lanthimos abandona esa parte más provocadora de sus trabajos previos y explora (suavizándose, pero sin abandonar su estilo) con nuevos géneros, tipos de personajes e historias.
La cinta se centra en un cirujano cardiovascular que comienza a establecer una relación, casi paternal, con un adolescente con aspiraciones a médico. Lo que parecerá un mero tándem maestro-aprendiz traerá consecuencias brutales para el doctor (interpretado por Colin Farrel), su mujer (Nicole Kidman) y sus dos hijos.
Tras el perturbador prólogo, la calma llega a la obra de Lanthimos y, con sutileza y eficacia, nos pone sobre la mesa a sus personajes y su contexto. Esto lo lleva a cabo con mucha parsimonia, pero a la vez nos damos cuenta que hay algo en todo esto que se aleja de lo real, y una atmósfera sobrenatural va invadiendo los espacios de los personajes; es como si todos estuviesen perseguidos por un ente que deja su huella en cada habitación que penetran y a casa paso que dan. El espectador recibe un golpe, algo está cambiando en la vida de los protagonistas y, el realizador griego, sabe como hacer que vivamos eso en primera persona; para ello, abandona el convencionalismo con el que había rodado las primeras secuencias y abre el ángulo de la cámara. Los espacios siguen siendo los mismos pero ahora los visualizamos de otra forma, Lanthimos consigue que sus localizaciones se vuelvan teatrales y todo gane un tono entre lo operístico y lo trágico.
Y, precisamente, la película tiene muchas similitudes con una tragedia griega: para empezar, los personajes que, marcados por su destino, luchan por evitar esa explosión que los haga perderlo todo y poco a poco van asumiendo su propia verdad; por otro lado, como el cine no puede introducir un coro al uso, Lanthimos utiliza partituras clásicas para resaltar ciertas ideas y emociones y, de un tono descaradamente escénico, son los movimientos de los actores que penetran en los amplios encuadres con una gestualización 100% teatral con la que el director pone más énfasis y drama en los acontecimientos.
El uso del gran angular es decisivo, lo más interesante es como lo aplica en un encuadre 1:85 para robarle a esa familia toda su intimidad y así convertirla en víctimas de un obsesivo ejercicio de vouyerismo cuya conclusión supone el victorioso triunfo de alguien que contempla su perversa obra con sarna y gusto, mientras nuestros oídos son taladrados por una sinfonía que impide movernos del asiento. Triunfo.
Fracaso