¿Qué es el cine de barro? Nuestro indómito RJ Prous lo define así: «Atentados contra la cultura de los que sentirse orgulloso. Pelis malas que son conscientes de ello y se ríen de sí mismas, y con las que el público termina riéndose con ellas de lo malas que son. Para ver con colegas y mucha droga«. Mal que les pese a muchos, Aquaman lo es. Y a mucha honra. ¿Acaso esperábais otra cosa? ¿De alguien que pensó que el reboot de Conan era buena idea? ¿Y de alguien que vio en trabajar en un grindhouse con Nicolas Cage una gran oportunidad?
Lo primero que saca uno en claro tras visionar el disparate orquestado por James Wan en Aquaman, es que el director y guionista ha hecho lo que le ha venido en gana con el personaje de DC Comics, sin importar lo que los demás pudieran opinar. Tomando como una de sus fuentes principales la etapa de Peter David al frente del personaje, Wan saca adelante una película de orígenes que apuesta por la aventura sobre todas las cosas. El legado de Liga de la Justicia (Zack Snyder, 2017) está ahí, pero las menciones a este título y el resto del universo deceíta han sido reducidos (la magia del montaje) a una simple mención. Dado el caos en el que vive sumiso dicho universo con proyectos que se retrasan sin fecha o se cancelan y rumores, día sí día también, sobre intérpretes que se bajan del carro o que no saben si continuan en él, Aquaman ha querido poner tierra de por medio y limitar las referencias a este universo hasta lo imprescindible. El efecto colateral de esta -inteligente- decisión es que (a diferencia de lo que ocurre cada vez más en Disney/Marvel Studios) se puede disfrutar de la película como una propuesta independiente, sin tener que sentarse en la butaca con una libreta al lado.
La propuesta de James Wan exige un salto de fe por parte del espectador, que asuma las estravagancias y la falta del sentido del ridículo de la cinta, sus carencias técnicas (la única forma de no ver los cromas es cerrando los ojos) y su descarada afición por reproducir ideas y soluciones narrativas o visuales de reconocibles películas. Si se asume todo esto, la experiencia de Aquaman no puede ser más divertida. El director le imprime a su héroe y argumento una socarronería y un tono que poco tiene que envidiar a aquellos títulos de acción y aventura que precedieron a la generación actual (un poco lo que le ocurría a Venom (Ruben Fleischer, 2018). Además, cuando el cineasta de origen malayo da rienda suelta a su buen hacer detrás de las cámaras es capaz de crear secuencias espectaculares, como ilustra bien la que tiene lugar en el Reino de La Fosa (sin miedo a exagerar, una de las secuencias más poderosas del género en años, pura tensión y adrenalina).
La capacidad de Aquaman de ofrecer lo mejor y lo peor se traslada también al trabajo de sus personajes con una Amber Heard que, aunque le pone empeño, está más cerca de la Lois Lane de Amy Adams que de la Diana de Themyscira de Gal Gadot, o un limitado Jason Momoa que no puede salvo sustentar su interpretación en su imponente presencia física. En no pocas ocasiones los personajes están como el público, viéndolas venir, reaccionando a los obstáculos que les pone la trama sin cuestionarse demasiado lo «oportuno» o gratuito de la situación dada. Todo vale para el espectáculo, hasta Patrick Wilson se parezca más a la imagen clásica de Aquaman que el propio Aquaman, o que Nicole Kidman envejezca o rejuvenezca 20 años cambiándose la peluca.
Haciendo honor a su pertenencia al llamado cine de barro, Aquaman es pura diversión.
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