Los vampiros no tienen motivos para quejarse porque se les haya ninguneado en el mundo del cine. Se puede hablar de que ahora están de enhorabuena con una racha que comenzó con Underworld y está viendoo su punto álgido con la saga Crepúsculo, pero lo cierto es que desde los comienzos del cine los vampiros han estado ahí, degollando y manipulando a los humanos a su antojo. Tienen sus momentos buenos y malos, pero tienen una constancia que no tiene, por ejemplo, el cine de zombies. Habrá algún listillo que diga que son lo mismo por eso de que ambos están muertos y caminan, pero me refiero a ese tipo de películas que, dentro del género de terror, se han ganado su propio lugar. Los zombis han estado muy presentes desde que el cine era muy joven, pero estos zombis de mundo apocalíptico, caníbales y multitudinarios han vivido dos grandes oleadas en las que aparecían cada pocos meses en cartel. Como ocurriese con el primer boom cárnico, los zombies están empezando a oler demasiado, y no por su condición de seres putrefactos, sino porque, haciendo la mejor demostración de su idiosincrasia, están por todas partes y haciendo siempre lo mismo. No es el caso de los vampiros. Los chupasangre han aparecido en pantalla constantemente y de formas totalmente distintas. Tenemos a los vampiros monstruosos, secuestradores y repugnantes de Nosferatu o Blade 2; los sexualmente ambigüos que, no sólo contentos con matar a sus víctimas, las encandilan y, en el mejor de los casos, se las cepillan, como ocurre en Entrevista con el Vampiro o Crepúsculo; los románticos, como en Drácula de Coppola; o los directamente divertidos y violentos de Jóvenes Ocultos o Vampiros, de John Carpenter. Hay vampiros para todos los públicos, adultos, adolescentes, preadolescentes, pequeños, góticos, heavys o sabihondos del séptimo arte. En esta vorágine de colmillos y sangre y aprovechando el tirón de Crepúsculo, aparece en escena El Circo de los Extraños.
Planteada como un Harry Potter vampirizado, la película juega en el peligroso terreno del cine infantil que se toma demasiado en serio a sí mismo… o no demasiado. Mantiene los clichés de los niños que descubren un mundo misterioso e interesante, con monstruos graciosos y entrañables, pero a medida que avanza la trama, los niños se ven envueltos en una guerra épica por el control del mundo que intenta acercarse al cine épico pasando de una historia intimista, en un pueblo tranquilo y apacible donde conoces a todos los personajes, para abandonarlo después y terminar en un mundo frío, donde los protagonistas descubren, de pronto, que no pintan nada. La realidad es así, no lo voy a discutir, todos hemos tenido esa sensación cuando damos pasos realmente importantes en la vida, pero en una película donde los niños son los protagonistas y que empeña un tercio de la misma en conocer su mundo rechina un poco que de pronto esos personajes con los que te has ido identificando se conviertan en meros secundarios. Son protagonistas y siempre son necesarios para que la trama avance, pero mientras que en la primera parte del film ellos llevan el peso de la historia, en la segunda uno acaba por desear que los maten cuanto antes para que dejen de molestar. En resumidas cuentas, el tufillo a saga comercial y sacacuartos es demasiado intenso como para no hacerle caso.
Paul Weitz, que ya tiene a sus espaldas algún que otro éxito como American Pie o, en menor medida, In Good Company, se ha visto en este caso en un terreno difícil de llevar y en el que, apuesto, no se ha sentido muy seguro. Se mantiene el romanticismo barato y el humor sencillo y eficaz, pero la épica puede con el producto. Existen puntos en los que el film promete algo que no puede mantener, y son los momentos en los que se mutila el 3D en favor del maquillaje y los muñecos de toda la vida que hacen que uno se crea lo que le están contando, aunque sea del todo absrudo. Pero, como he dicho, todo termina en una promesa vacía donde triunfa la rapidez y la sencillez en deterioro de la calidad.
Sorprende el excelente reparto con el que cuenta la película, si bien es cierto que los mejores actores hacen apariciones fugaces, lo suficientemente importantes como para meter sus nombres en el cartel y mover un poco más de público. John C. Reilly es uno de los protagonsitas, que ejerce el papel de tutor y guerrero a la vez, cubriendo su papel sin mayores pretensiones ni escenas destacables. Pero quienes consiguen que la gente se dé codazos en el cine son Willem Dafoe, en un papel histriónico y, posiblemente, muy divertido de interpretar, y una Salma Hayek que, pese a interpretar a la mujer barbuda, sigue demostrando su poderoso atractivo en la pantalla. Lo cierto es que tanto los protagonsitas como sus antagonistas quedan ensombrecidos por las mencionadas estrellas, sin esforzarse demasiado en lo contrario.
Una película más de esas que, tanto detractores como fans, olvidan al terminar el verano.
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