A menudo se dice que todos los temas importantes que se pueden tratar al contar una historia se repiten desde los tiempos del teatro griego. Esta afirmación se repite tanto que apenas tiene valor cuando la escuchamos y ha perdido todo el significado que pudo tener. No es algo negativo, eso quiere decir que todos hemos asimilado una forma de ver historias y, una vez superado ese ansia por encontrar nuevos temas en el cine, concedemos esa repetición con tal de que nos ofrezcan un relato nuevo tratando los temas de siempre. Si no fuera así, de todos modos, no habríamos visto a Keanu Reeves descubriendo qué son las sombras de la caverna en Matrix, a Elijah Wood emprendiendo un viaje por el triunfo del bien en El Señor de los Anillos o a Sam Worthington vengando a su familia y liberando a la humanidad de las fuerzas del mal en Furia de Titanes. Me pregunto, no obstante, dónde está el límite de un actor en llevar a la pantalla un personaje mesiánico. En el caso de Worthington, esta es la segunda vez que recurre al paradigma griego en un año. Como ocurriese en Avatar, el hombre por el que ni él mismo apostaría pero con un yo-no-sé-qué-que-le-hace-especial entra en juego, pero las motivaciones que mueven al uno para liderar a los otros y a los otros para seguirlo son engañosas o, directamente, nulas.
Con todo, el recurso de los viejos temas y los viejos personajes combinados con la repetición de una estructura y una trama elaboradas con artes más propios de las matemáticas que de la escritura, no es un cóctel que guste a todos. No debemos olvidar que Furia de Titanes es un blockbuster, que ha nacido buscando un objetivo y que, con mayor o menor tino, lo trabaja. Pero el conocimiento de un estilo y una forma de hacer cine parecen poner demasiados obstáculos en lo que a la narración se refiere. Y es que el entretenimiento que se destila de la cinta -aunque sería más acertado decir bits- tiene más tintes infantiles o adolescentes de los que cabría esperar, si bien Leterrier sabe que no juega en ese terreno y tampoco termina por explotarlo. La honestidad del director en la intención de la película es indiscutible, pero el miedo queda palpable en esa mezcolanza de los elementos más vacíos del cine de aventuras nacido de la era del videojuego, la fiereza publicitaria del star system y un intento por captar todos los públicos, aunque sea en pequeñas dosis. De cualquier forma, Louis Leterrier se divierte con los dioses griegos y sus harpías sin abandonar la estela de directores europeos que emigran para dar rienda suelta a su imaginario más juvenil y se mantiene fiel a sus inicios junto a Jean-Pierre Jeunet, con el que trabajó, aún lejos de la dirección, en Alien: Resurrección.
Pero la diversión y la honestidad no sirven como moneda de cambio en este caso, a los espectadores que, aún sabiendo que se encuentran ante un remake, buscan una nueva esencia, una adaptación que vaya con los tiempos, no sólo vitales, sino cinematográficos también. La repetición de personajes que a todos nos suenan, de heroicidades ya conocidas, de reflexiones que ya nos hemos hecho antes y de moralejas ya leídas se arrastran, además, con la carga de la repetición de esquemas, narraciones y ritmo de una película. Tanto es así que la trama avanza sin necesidad de los personajes, que terminan funcionando como en una casa de muñecas, sin un halo de vida más allá de la pantalla que se pueda pedir, como mínimo, a una historia de aventuras. Ni siquiera podemos encontrar en el mismo Zeus un atisbo de divinidad al uso, sino más bien un dios que, por el intento de otorgarle un retazo de humanidad, termina perdiendo su propio significado. Lleva al pensamiento de qué habría ocurrido si el encargado de dar vida a Zeus hubiera sido otro distinto de Liam Neeson que, poco a poco, se va sumando a esa lista de actores con una presencia grandilocuente que los lleva sin remisión a interpretar a Dios, a Satán o al padre de Superman, sin que importe tanto su actuación como el hecho de que estén ahí. Algo parecido ocurre con Ralph Fiennes, pero en este caso, al igual que ocurre con Worthington, la pregunta va más allá de la capacidad del actor para plantearse si no es que a los actores les guste repetir sus papeles, si no más bien si, siguiendo el método Stanislavsky, aprovechan que se meten en la carne de un personaje para llevarlo a pantalla en más de una ocasión y explotar así el trauma que supone perder la identidad por la de un personaje ficticio. Sea como fuere, el Hades de Furia de Titanes puede enmarcarse como el maestro en la sombra perfecto para Voldemort.
No cabe duda de que las referencias mitológicas no responden a un acercamiento en profundidad de la cultura griega, pero tampoco tienen intención de hacerlo. Esta película reinterpreta su propia mitología y la cuenta con libertad sin la pretensión de compararse a aquellas. Es una obra que recoge personajes conocidos por todos y los inserta en un mundo nuevo y propio de los autores de esta nueva versión, que llevan su fantasía donde quieren, a sabiendas de que quieren contar su propia historia con personajes que les gustan. Generan, entonces, un mito propio de personajes que, con reminiscencias de sus homólogos, se convierten en nuevas creaciones de una forma distinta de arte.
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