Pocas veces una espera se había hecho tan larga. El (los) retraso(s) de Sin tiempo para morir a causa de la pandemia del coronavirus era señal inequívoca de que la crisis era grande y Universal Pictures, resistiendo a la tentación del streaming o del estreno simultáneo, estaba convencida de que el canto del cisne de Daniel Craig como James Bond merecía un estreno a la altura del mito. Y si el primer retraso fue una alerta del peligro global que nos atenazaba, el estreno -por fin- de la vigésimo quinta entrega de las aventuras del inmortal 007 supone toda una declaración de esperanza.
Un estreno catártico desde cualquier perspectiva: industrial, de mercado, personal… por ese concepto no siempre bien entendido de la vuelta a la «normalidad». Es catártico, incluso, para el propio filme, que en sus orígenes vio como Danny Boyle, director mimado donde los haya en Gran Bretaña, se apeó del proyecto; y tuvo que convencer a Daniel Craig con un buen cheque para que volviera a enfundarse el traje de un espía al que había dicho adiós tras la incomprendida (por no encajar en el sobrio canon de la era Craig) Spectre.
Con el californiano Cary Fukunaga tomando las riendas del filme (como director y coguionista), este tenía como misión asentar el legado de un actor y una etapa en la larga e icónica trayectoria del personaje ideado por Ian Fleming. Y vaya si lo ha conseguido. Fukunaga logra el equilibrio perfecto entre la sobriedad y tragedia de la era Craig y el espíritu pulp que siempre demanda el personaje. Daniel Craig, por su parte, ha terminado por ganarse un puesto de honor en la historia del personaje con un acercamiento rompedor en las formas respecto a la tradición del mismo, pero cargado de humanidad y personalidad.
Sin tiempo para morir es la consecución de un viaje iniciado por Martin Campbell en Casino Royale (en el cada vez más lejano 2006), que ha tenido algunos tropiezos (Quantum of Solace [2008]) y verdaderos aciertos (Skyfall [2012]) en una empresa tan difícil como apasionante: actualizar el mito de Bond, refundando muchos de sus conceptos y poniendo al personaje en el centro de todo. La muerte de Vesper (Eva Green) en el primer filme de la serie ha marcado la evolución de una encarnación áspera y amarga, terriblemente humana, que no terminaba de casar con la «ligereza» y excesos de décadas de aventuras previas, pero que ha sabido dejar su propia impronta. En este sentido se entiende la intención de Fukunaga de aunar ambas identidades. El simbolismo que desprende la despedida de Daniel Craig y el alcanzar las 25 entregas de la franquicia demandaban precisamente eso. De esta forma, Sin tiempo para morir cierra el viaje de este personalísimo Bond y homenajea la larga trayectoria de la saga.
Concretando en algunos aspectos concretos del filme (que funciona somo secuela directa de la citada Spectre), el villano perpretado por Rami Malek, intento de reflejo oscuro de Bond como alguien que lo ha perdido todo y no ha podido o sabido cómo pasar página, pasa sin pena ni gloria. Está porque alguien tiene que enfrentarse a Bond aparte de sus demonios personales, pero no cuaja. Como tampoco lo hace Lashana Lynch, una 007 que ladra más que muerde. ¿Os acordáis de Jeremy Renner en M:I?, pues eso. Llega para competir en carisma y no es capaz de hacerle sombra al protagonista.
En el otro lado de la balanza, más allá del talentazo que derrocha siempre Fukunaga componiendo planos y moviendo la cámara, la luz que reivindica su propio espacio en el futuro a corto y medio plazo es Ana de Armas. La cubana aprovecha cada minuto que aparece en pantalla para pedir a gritos un spin-off para su personaje, Paloma. Cuando Daniel Craig demandó que no hubiera una mujer encarnando a James Bond, sino un personaje femenino igual de atractivo, no podíamos imaginar que dicho personaje ya se encontraba en casa.
A cierta distancia de Casino Royale, la gran película de 007 en muchos años, Sin tiempo parar morir es un encomiable cierre para una etapa llamada a marcar un punto de inflexión en la historia del personaje.
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