No hay nada como empezar una jornada de la Berlinale fuerte. No hay nada como ver una película, y no se esperaba menos del director de No. Ahora la crítica de Pablo Larraín no se dirige hacia la clase política, sino a otros poderes tan dañinos como silenciosos: la iglesia católica. El club es un cúmulo de buenasmaneras del séptimo arte: buen guion, con sutil humor negro con trazos de dura realidad, mezclados de buenas interpretaciones. Personajes muy bien definidos y un tempo muy bien marcado dentro de esa bruma constante que se vive en ese pueblo. Mejor dicho, en esa lúgubre casa ¿libre? de pecado. Chile pone el listón alto.
Andreas Dresen jugaba en casa y lo tenía fácil para conectar con el público con As we were dreaming. Su historia hace referencia a la Alemania del Este, donde un grupo de amigos que han crecido juntos y en plena adolescencia les ha llegado la reunificación de las dos Alemanias. Este título es otra obra más que habla sobre «esa incomprensión llamada adolescencia», que aquí parece ser una metáfora entre la niñez y los años de instituto con el antiguo sistema frente a los nuevos aires políticos. Nadie sabe a cómo actuar, la incomprensión está latente. Posee alguna confusión con escenas y/o situaciones que no son necesarias. Pero juega bien con los saltos temporales de las etapas infantil y juvenil. Y uno sale de la sala contento de haber visto algo notable.
La cita pintoresca del día la ponía Polonia con Body. Malgorzata Szumowska juega con la comedia negra en este drama familiar: un padre esquivo, una hija anoréxica y una terapeuta con sus problemas. Realidad y espíritus se unen en esta película que hace una reflexión sobre la soledad. Body ha sido la película menos sobresaliente del día. Sin embargo posee golpes interesantes y un final atractivo pese a su trama lenta y espinosa.
Pero si había una cinta que no dejaba indiferente era The look of silence, la segunda parte de The act of killing, dentro de la sección Berlinale Special. Más brutal y directo si cabe que la precuela. Los realizadores ahora acompañan a un joven que busca a los asesinos de su hermano, una de las miles y miles de víctimas en Indosnesia en los sesenta. El joven les ve, les observa, charla con ellos y ninguno siente remordimiento. Un documental tan necesario como el primero. Absorbente,escalofriante y tan doloroso como genial.
Difícil es quitarse películas así, pero también hay espacio entre las secciones paralelas para el colorido y el desfase vestido en fosforitos: Dyke hard es la prueba de ello. Una cinta de serie Z que con veinte minutos menos hubiera sido aceptable. Pero no. Sorpresas que dan los festivales…
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