Lo de Ryan Coogler y Michael B. Jordan fue amor a primera vista. Después de trabajar juntos en el debut del director (Fruitvale Station, 2013), su colaboración ha seguido extendiéndose en los siguientes créditos de este: Creed, Black Panther y Los Pecadores. Una fructífera asociación que les ha convertido en adalides de la reinvención del blaxplotation (subgénero surgido en los 70 que reivindicaba las voces negras dentro del mainstream hollywoodiense) en el blockbuster contemporáneo. Dentro de este movimiento Los Pecadores (2025) emerge como la gran representación del mismo, aunando la sensibilidad y modos actuales con algunos de los tropos clásicos del subgénero.
Posiblemente en esta discusión podría entrar Jordan Peele, cuya carrera también ha buscado poner en valor la cultura negra y criticar el racismo estructural a través de proyectos que encandilasen al gran público; como director, eso sí, hasta ahora no se ha distanciado del nicho del terror, pero siempre con éxito en taquilla, ¡ojo! Y es este «hándicap» (el apegarse tanto al género) lo que invita a pensar en la dupla Coogler y Jordan como referentes de esta nueva ola, cuyas propuestas han sido hasta ahora más variadas y, también, más exitosas en términos de negocio (Creed ha dado pie a dos secuelas y Black Panther rozó los 1.400 millones de recaudación).
Comparaciones vacías al margen, el nombre de Peele es importante para entender el tono e intenciones de Los Pecadores, que abraza el género como recurso para poner de manifiesto la problemática racial que sigue arrastrando la sociedad norteamericana ya bien entrados en el s. XXI (aunque nosotros tampoco deberíamos mirar muy por encima del hombro al respecto). Lo hace, además, a través de un espíritu muy juguetón, planteando el terror desde su vertiente más lúdica, con Robert Rodríguez y su Abierto hasta el amanecer como referencia e inspiración capital. A ojos de quien escribe, quizá demasiado.
A grandes rasgos la estructura del filme de 1996 y Los Pecadores es la misma: Dos hermanos poco amigos de las leyes viajan en busca de una vida mejor junto a un suculento botín, pero llega la noche y se ven atrapados en un local intentando sobrevivir hasta el amanecer a hordas de hambrientos vampiros. La gran diferencia es que mientras que el título protagonizado por George Clooney y Quentin Tarantino era una oda a la serie B, la cinta de Coogler se engalana para disfrazar su naturaleza.
Esto es debido, sobre todo, por el contraste existente entre las dos partes en las que puede dividirse la película. La primera pone el foco muy encima de la realidad social del sur de EEUU durante los años 30, con el Ku Klux Klan y la segregación racial institucional aún a años vista de su desaparición del día a día, y tiene en los modos del drama criminal su vehículo. Dos hermanos de pasado turbulento vuelven a casa a fin de emprender un nuevo rumbo, pero los pecados y las viejas costumbres no les abandonan. Ello acompañado de una potente reivindicación de las raíces sureñas del blues, símbolo de libertad e identidad por encima de todo.
La segunda parte, como ya imagináis, pone la mira en el fantástico, transformando Los Pecadores en un gótico sureño (que no terror) en el que pervive el impulso reivindicativo y la crítica a la apropiación cultural. El mundo de los hermanos (gemelos, ambos interpretados por Jordan) se vuelve más violento y salvaje: el sexo toma un cariz kink y la locura se impregna de sangre. ¿El problema? Que ambas partes no mantienen una relación entre sí, desapareciendo buena parte de los temas e intenciones de la primera una vez que estalla la cacería vampírica. En Los Pecadores conviven dos películas bien diferenciadas, siendo mucho más interesante la primera que la segunda que, para más inri (aunque esto es absolutamente personal) peca de excesiva seriedad, incluso cuando busca algún descargo cómico.
Hay dos almas en la obra de Coogler, pero no se retroalimentan, sino que delimitan a conciencia el espacio de cada una de ellas. El único elemento que las une es una música que por sí misma justifica el visionado de la cinta. Tanto por lo que escuchamos (el talento del debutante Miles Caton no admite discusión), como por lo que vemos. Coogler, director esteta donde los haya, deja que el espíritu libre del blues respire y que sirva -a través de una secuencia que quedará como uno de los grandes hitos de su filmografía- de nexo entre las dos partes de la película, materializando el poder evocador de la música en una superposición de épocas en la que dialogan pasado, presente y futuro.
Quizás un mayor trabajo en la sala de montaje habría ayudado a concretar ideas y empacar una propuesta a la que le sobran obviedades en el desarrollo de la trama y a la que, ironías de señalar a la ligera, se le escapan no pocos estereotipos racistas respecto a la minoría asiática representada en la pantalla. Las cerca de dos horas y media de metraje (doble escena post-créditos incluida) diluye una propuesta que dentro de su previsibilidad narrativa aporta excelentes ideas (como el contraste entre el alineamiento de la minoría irlandesa con el opresor frente al orgullo negro) y excelentes interpretaciones (mención tanto al citado Caton, como a la «sureña» Hailee Steinfeld, a quien conviene disfrutar en versión original).
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