En su ánimo de relanzar sus clásicos y no tan clásicos adaptados a las generaciones de este s. XXI, Disney dio el encargo a David Lowery de reimaginar su mal envejecido musical Pedro y el dragón Elliot, en el que un huérfano de nueve años se iba de correrías con su mejor amigo, un dragón animado. En esta nueva versión el director y coguionista ha huído de las canciones y de la apariencia jovial de su referente, manteniendo, claro, el drama de fondo que acompaña al personaje de Peter, y remarcado el factor ecologista de lo que no deja de ser una aventura familiar sin mayores pretensiones.
Lowery nos presenta una historia muy tierna, quizás demasiado, por lo que resulta un tanto ingenua. Aspecto este que necesariamente no ha de ser negativo, pero que dada la sensibilidad de la sociedad actual puede aparentar ser poco verosímil. Esta lucha del espectador adulto con su niño interior por aceptar sin dobleces la fábula está muy presente en la propia película, representada inteligentemente en los personajes de Bryce Dallas Howard (resistente a creer) y Robert Redford (quien acepta y disfruta de la magia sin dejarse condicionar por el qué dirán). Así, bajo la superficie de cuento infantil, descubrimos una lectura dirigida al público adulto y su capacidad para imaginar superando las limitaciones -la mayoría de las veces- autoimpuesta.
Teniendo presente sus intenciones y los códigos sobre los que se desarrolla se justifican -y comprenden- el uso de arquetipos tan poco matizados o el excesivo subrayado de las emociones y mensaje que pretende transmitir.
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