Loveless, de Andrei Zvyagintsev
Como ya ocurriera en Elena y Leviatán, Zvyagintsev abre y cierra su nueva película con una serie de planos repetidos que conforman una interesante y poderosa rima visual. En esta ocasión, son dos los pequeños detalles que informan de que algo ha cambiado en las más de dos horas de metraje: la posición de una de esas cintas que sirven para delimitar la escena de un crimen, que termina enganchada a la rama de un árbol situado en pleno bosque nevado; y el punto de vista de las grandilocuentes panorámicas de un parque donde juegan los niños y sus familias, pasando del plano subjetivo del tramo inicial a uno objetivo. Entre tanto, un matrimonio a punto de sellar oficialmente su divorcio se encuentra con que su hijo ha desaparecido después de una de sus ya habituales riñas.
Sin embargo, el papel de dicha desaparición en Loveless es irrelevante, pues el tono de la película se mantiene inmóvil pese a la apertura de esa vertiente investigativa. Sus problemas, más allá de reincidir interminables veces en una misma (y muy básica) idea, son la maldad con la que trata a sus personajes y el cinismo del que hace gala cuando les impone sus respectivas condenas. La molestia es, por tanto, no tanto el subrayado (que también) como la mirada paternalista que ofrece hacia el padre y la inexcusablemente violenta que ofrece hacia la madre. Para Zvyagintsev, mientras el hombre —aunque sea a través de personajes blandos y mal construidos— se preocupa de no perder su empleo, la mujer se comporta de forma sumamente frívola y le dedica la mayor parte del tiempo a su smartphone. Esta idea es reforzada cuando, desarrollando el único arco dramático de interés de la película, la mujer protagonista asume una suerte de responsabilidad inherente a la maternidad. Porque, claro, aquí la mujer no parece tener otra función que la de traer a la vida niños que no serán bien recibidos, siendo tomada por la cámara como un objeto sexual. Una nueva metáfora de lo podrida que está la sociedad rusa, pero esta vez la brocha gorda no permite crear sino una inagotable sinfonía de la crueldad humana, sin mayores lecturas que la que se puede sacar ya en su primera secuencia. Una lástima que la fuerza visual quede al servicio de una obra tan dialéctica y hueca, pues, aunque aquí sirva de poco, al cineasta ruso se le da muy bien el arte de filmar.
Las hijas de Abril, de Michel Franco
No son muy distintos los caminos por los que transita ni las derivas que toma Las hijas de Abril, que aborda unas males muy similares de forma casi opuesta, cambiando el realismo social por el límite de la verosimilitud. Michel Franco, como viene siendo habitual, deja a un lado el aspecto discursivo y ofrece la mínima información posible. Lo único que conviene saber es que Emma Suárez —la Abril del título— viaja a Puerto Vallarta en ayuda de su hija de 17 años, que está a punto de dar a luz, y que vive con su hermanastra unos años mayor, también hija de Abril. No obstante, la distancia entre Zvyagintsev y Franco es irreparable: pese al pesimismo del primero, éste siempre trabaja los males de la sociedad sin dejarla de lado, mientras que el mexicano aprovecha éstos para centrarse en la morbosidad más pura, en sus aspectos más impactantes y truculentos.
Por todo lo mencionado, Las hijas de Abril se convierte en la suma innumerable de un sinfín de golpes de efecto, en la acumulación de situaciones enfermizas e impactantes cuya trascendencia apenas sobrevive a la propia escena que constituyen. El carácter elíptico de la narración, lejos de aumentar la dosis de intriga o de dejar en el aire preguntas que el espectador deba resolver por su cuenta para detectar el origen de enfermedades mentales sin diagnosticar, trata de justificar, por enésima vez, la perversión de lo que sí es mostrado. A pesar de esto, aquí lo enfermo aparece como consecuencia de los derroteros de la trama y no por ser explícitamente violenta, con una puesta en escena más fluida y elaborada pero también más artificial que en sus otros trabajos. La peor película del director de Después de Lucía expone el destino de una serie de personajes condenados desde el primer momento —incluso si la razón de ser de su presencia es recibir burlas narrativamente injustificadas— por su falta de matices, cargando todos ellos con el mismo volumen de culpabilidad. Sorprende, por otra parte, lo pudoroso que se ha vuelto para mostrar genitales un cineasta como Franco, quizá porque, en su mente, éste era un film sutil y elegante.
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