Babylon constata que Damien Chazelle es un cineasta mucho más interesante cuando dirige sus propios guiones y que lo suyo son historias de sacrificio, a sus personajes nunca les regala nada. Son ya cuatro años sin ver al de Providence estenando en la gran pantalla. Cuatro años que parecen 15 o 20 teniendo en cuenta cómo han cambiado las cosas -sobre todo para la industria- en los últimos tres, lo que hace que su personal homenaje al cine -al de «verdad», al de vivir en las salas- no solo sea más emocionante, sino también necesario.
Las historias del cine dentro del cine siempre han tenido algo especial. Más en los últimos años, en los que los acercamientos a la época dorada de Hollywood han buscado cierto componente reivindicativo a pesar de sus dramas y penurias. No esconden sus miserias detrás de las cámaras, pero entronan la magia resultante. Ahí están ejemplos como The Artist (2011), Érase una vez en… Hollywood (2019), e incluso Blonde (2002), que a pesar de retratar lo peor de Hollywood fue incapaz de desmitificar a Marilyn Monroe. A través de -principalmente- tres personajes, Babylon hace un ejercicio similar retratando lo mejor y lo peor de un Hollywood que se enfrentaba a su primera -y radical- transformación: el paso del cine mudo al sonoro.
Con una apuesta visual tremendamente llamativa, que por momentos parece evocar la fastuosidad de Baz Luhrmann en su versión de El gran Gatsby (2013), y un relato que poniendo siempre en el centro a sus personajes respira amor por el cine -y sus profesiones- en todo momento, Babylon es todo un viaje acerca de lo apasionado y frágiles que son los sueños en Hollywood. Un sueño muchas veces cruel -quizás demasiadas-, pero por el que merece sacrificarse.
Babylon es una celebración del cine que tiene su punto de partida en una fiesta, una de las más desfasadas que recordamos ver en pantalla -riéte tú de los desmanes de DiCaprio y Jonah Hill en El lobo de Wall Street; para, con la resaca amartillando la cabeza de los protagonistas, meternos de lleno en la frenética rueda de hacer películas, que no espera por nada ni por nadie, y terminar donde terminan todas las historias: en una sala de cine. Por el camino hemos llorado, reído, empatizado, sufrido de miedo… Chazelle recorre con Babylon no solo una parte de la historia del cine, sino que apela a su cualidad catártica cada vez que vivimos la experiencia del visionado en pantalla grande.
Excesiva como ella sola, Babylon requiere, eso sí, de una complicidad activa por parte del espectador. Sus tres horas no lo ponen fácil. Esto no es un blockbuster al uso ni pretende serlo. Su exagerado detallismo puede jugar en su contra en algunas ocasiones, pidiendo algo de tijera que agilice el ritmo. Esto se ve claramente en la subtrama encabezada por Jovan Adepo, cuya inconstancia impide que encaje del todo con el resto y que salvo por un par de escenas concretas -pero muy definitorias- peca de cierta redundancia con la de Diego Calva, la auténtica estrella de la función (con permiso de Margot Robbie). Además de un esteta, Chazelle es un formidable director de actores y tratándose de una película sobre intérpretes y películas, esto resulta indispensable.
De la australiana, que a sus 32 años cuenta ya con dos nominaciones a los Oscar, poco podemos descubrir. El de Nellie LaRoy es su mejor trabajo desde su indómita caracterización como Tonya Harding que le valió su primera nominación. El mexicano, sin embargo, era casi un desconocido para el público internacional y de la mano de Chazelle muestra todas sus credenciales al mundo. Y su trabajo era especialmente complicado, pues en él recaía la misión de ser nuestros ojos -los del público- en la pantalla.
Quizás el Hollywood clásico muriese hace ya muchos años. Pero sus estrellas siguen más vivas que nunca.
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