Fogueado en franquicias como Digimon o Samurai Champloo, Mamoru Hosoda ha ido construyendo una carrera cuyo cénit alcanzó con la nominación al Oscar gracias a Mirai, mi hermana pequeña (2019) y a la que comparan con la del maestro Hayao Miyazaki (su influencia es palpable). A Hosoda aún le queda un largo camino por recorrer; pero este alumno aventajado del tres veces nominado al Oscar (cuenta con uno de Honor en sus vitrinas) camina paso a paso para trascender como hizo aquel el coto de la animación japonesa y hacerse un hueco entre los nombres que cualquier espectador pueda identificar sin esfuerzo.
En este camino encontramos Belle, que simplificando muchísimo vendría a ser una suerte de La bella y la bestia en un entorno digital, pero que guarda varios ases bajo la manga en forma de capas de lectura y complejidades argumentales que van más allá de las simples apariencias. Más cercana a la imaginería del clásico animado de Disney que al relato de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont la utilización de los tropos del cuento en la película, además de porque estéticamente le vienen genial al mundo virtual que nos propone, sirve para ilustrar una parte importante de los temas tratados en la misma: la identidad y el conflicto entre el mostrar quiénes somos y las apariencias. Esto se refleja, a su vez, en la dicotomía del mundo virtual y las redes sociales. Los personajes se internan en un metaverso con la libertad de ser ellos mismos y expresarse tal como sienten, pero lo hacen a través de unos avatares que esconden sus verdaderos rostros.
Como escenario sin barreras para la imaginación, Hosoda explota la carta blanca que le supone ambientar buena parte de la acción en un mundo virtual para mostrar una colorida belleza llena de contrastes imposible en el mundo real, capaz de dejarnos con la boca abierta en cada plano. De esto se aprovechan, sobre todo, las secuencias en las que el autor se rinde al J-Pop (la protagonista tiene en el canto una herramienta de sanación personal y una poderosa arma) y en las que las dinámicas del shōnen hacen acto de presencia. En U (así se llama el metaverso de Belle) todo es posible (hasta los rancios modelados en 3D del siglo pasado).
Detrás de su aire de cuento y su derroche visual, y al margen de la reflexión del quiénes somos y cómo nos representamos al mundo, Belle habla, de una parte, de los peligros del mundo virtual (en forma de ciberacoso, la cultura de la cancelación, el endiosamiento de los influencers o de la presión que estos mismos sufren dada su fama…) y, de otra, de la manera en la que gestionamos el dolor y cómo aprender a romper nuestras barreras para relacionarnos; porque solo confiando y apoyándonos en los demás somos capaces de hacer frente a nuestros temores y a los monstruos; todo ello desde una emotividad (no puede faltar una subtrama de corte romántico cuando se juega con La bella y la bestia) que deja un bonito poso una vez reposamos el visionado.
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